Con los ojos cerrados, notaba los imponentes pasos de mi yegua, poderosos, firmes. Extendí los brazos, sujetándome únicamente con las piernas. Desde abajo me llegaba el olor de su pelo, de su sudor, pero también de la hierba mojada después de la lluvia, de la tierra limpia.
A mí alrededor todo se teñía de naranja, rosa, dorado, rojo. Todo adquiría tonos cambiantes, como el cielo, azul, casi negro a mi espalda, salpicado por multitud de puntitos amarillos que titilaban como millones de velas en el firmamento, tornándose naranja encima de mi cabeza, rosado en las nubes, por entre las que se filtraban los últimos rayos perezosos del sol, casi agarrándose a los trocitos de algodón que alguien había dejado difuminados en el firmamento, rojizo delante de mis ojos, aún cerrados, y, por último, el brillo cegador de esa bola esférica, amarilla, naranja, roja, dorada, brillante, ardiente, que ya se escondía entre el mar de hierba, como un niño tímido.
Dejé que el último resquicio calentara mi cuerpo y abrí, por fin, los ojos. Agaché la cabeza, y le susurré palabras a mi yegua, que aumentó la velocidad, como si fuera uno de los brillos perdidos del astro que ya aparecía a nuestra espalda. Ella relinchó suavemente, mientras el suelo volaba a nuestros pies.
Dejando atrás la inmensa llanura, subimos a una pequeña colina, e hice parar a mi yegua en la cima, donde el viento soplaba con fuerza. Allí estaba. Apenas podía verse, solo los ojos que realmente lo buscaban podían ver las pequeñas columnas, rodeadas de hiedras, arbustos, y dos árboles a sus lados. Caminamos hacia allí, una sombra nos esperaba en la noche. Al llegar junto a una columna desmonté, apartando mi capa, que me cubría todo el cuerpo, hasta las rodillas. De una bolsa que colgaba de mi espalda saqué un bulto ovalado, azul con pequeñas vetas blancas. La mujer que esperaba junto a las puertas lo examinó, y asintió con la cabeza.
-Lo has traído a casa-Suspiró.
-El día en que dejé que lo robaran juré recuperarlo. Te prometo que volveré dentro de un tiempo. Hasta entonces, suerte.
Abracé con fuerza a mi amiga de la infancia y volví a montar. Había estado cinco años buscando ese huevo; el último huevo de dragón del mundo. Ahora no sabía qué hacer. La vida en aquel santuario no era para mí. Había estado demasiado tiempo fuera, y ahora me veía incapaz de olvidar mi libertad, de tener que quedarme siempre en un mismo lugar. Con un último adiós espoleé a la yegua, que partió de nuevo al galope. Esta vez solo me acompañaban el incesante revoloteo de la capa, el repicar de los cascos de mi montura y el inaudible golpeteo de mi espada en su vaina.
Desde luego, mi vida estaba lejos de allí. Lejos de cualquier lugar, en realidad. Ni siquiera miré hacia atrás cuando la colina desapareció de mi vista, engullida de nuevo por el firmamento mientras el cielo tornaba de un azul añil a uno cobalto, y después a un celeste, señalando el comienzo de un nuevo día.