Las odio. Odio a todas esas personas que siempre están encima de mí, que no me dejan tranquila, que siempre me están dando órdenes, consejos, o como prefiráis llamarlos. Odio a los que me obligan a seguir con mi vida diaria, mi rutina, los que me esperan ante las puertas del colegio, los que me preguntan todos los días si me he puesto a hacer los deberes, si he estudiado, si he hecho la cama. Porque ellos no lo entienden. No entienden que yo no quiero salir de aquí, que quiero continuar odiando. Que lo único que quiero es dejarme caer en la oscuridad y seguir viva solo para el mundo.
Pero, cuando consigo que me hagan caso, una voz que me dice que me levante de la cama, que me prepare, que desayune, que vaya al colegio con todos los demás, haciéndome reaccionar. Alguien en las puertas de mi casa que llena mi vacío con su alegre charla, que me pregunta "¿qué tal estás?", y si me ha pasado algo interesante ese día. Una mano que me abre la puerta de la clase y clava intensamente en mí sus ojos, que hasta ahora no me había dado cuenta de que nunca dejaba de mirarme con ellos, y una sonrisa amable. En medio de las explicaciones, un ligero guiño de un profesor, una mirada de reojo de una profesora.
Es entonces cuando me doy cuenta de que solo he estado hundida en mi misma, creyendo que estaba sola, por una tontería. Creyendo que a nadie le importaba, que solo lo hacían para fastidiarme. Creyendo que la única persona coherente era yo, cuando en realidad era todo lo contrario.
Es entonces cuando me pregunto, ¿Por qué soy así? Por qué no soy capaz de sonreír a mi padre, que tarda dos horas más en acostarse cuando vuelve de trabajar solo para hacerme compañía, o de reír junto con mis amigas, siempre alegres y sonrientes aunque tengan un mal día solo para ver una mínima sonrisa en mis labios, de clavar mis ojos en aquel chico que lleva siguiéndome desde que éramos apenas unos niños esperando que un día me fije en él, de prestar atención a los profesores que, tras su dura y estricta máscara, siempre esconden un pequeño corazoncito reservado para cada uno de sus alumnos.
Es entonces cuando me levanto cada mañana con una sonrisa en la cara, cuando le digo a mi padre que se vaya a la cama, que estaré bien, cuando cuento chistes nuevos a mi amigas y las hago reír, cuando le rozo la mano al chico que me gusta cuando suena el timbre, cuando soy la primera de la clase en levantar la mano cuando un profesor pregunta algo. Y cuando veo a una compañera con la mirada perdida, ausente del mundo, y me acerco a ella para sacarla de su ensimismamiento y le pregunto "¿qué tal estás?", y si le ha pasado algo interesante ese día…